Fragmento #79 - Felicidad

-¿Cuánto tiempo vas ha estar jugando a ser la niña buena?
Yo. Bueno, no. Mi alter ego, con un vestido azul claro y dos coletas, me observa de cuclillas, con la cara a un palmo de la mía.
-No juego a nada –contesto incorporándome en la cama -, aquí estoy bien, ¿qué debería hacer?
-¿Y crees que esto durará mucho?
Ella también se levanta. El otro Mario, con su gorro blanco en la mano, entra en la habitación.
-Ella tiene razón, esto no puede durar mucho, ni para ti, ni para mí, no puedo conservar algo bueno mucho tiempo.
Ambos me contemplan, esperando una respuesta.
-Pero no quiero irme. Ayer estuvimos bien. Cenamos, vimos la tele… Soy feliz.
-Lo sé –contesta comprensiva mi yo de azul -, pero nosotras no controlamos nuestros destino, Astrid.
-¿Y quién entonces?
-Quién te trajo hasta mi –contesta Mario señalando con la cabeza hacia la puerta.
Una silueta oscura, alta y ancha, se adivina en el umbral. Un escalofrío me recorre entera y me tapo, como si una corriente helada me hubiera sorprendido.
-Bueno –añade Mario poniéndose su sobrero albo -, ahora debemos irnos.
Da la mano a la Astrid de doradas coletas y, ambos, se dirigen a la ventana por la que la mañana me saluda, desapareciendo, difuminándose, entre los rayos de luz que se cuelan por las rendijas de la persiana.
PomPoPom PomPoPom PomPoPom…
Siento el calor, el olor de Mario, junto a mi, en la cama. Recuerdo. Al final acepto dormir conmigo. Estoy abrazada a su pecho y él está despierto. Callado, ausente, contemplando la pared de enfrente. Cierro los ojos, no quiero que se incomode al darse cuenta de que estoy despierta. Me aparta con suavidad, me tapa, y se dirige al baño. Me hago un ovillo entre las sábanas, conservando su calor, hasta que le oigo en la cocina.
Salgo de la habitación y le veo, plantado allí, mirando las botellas, aquellos recipientes llenos de ese elixir que le permite seguir en una vida que no eligió vivir, en unas circunstancias que le abruman y le zarandean de un suceso a otro, fuera de su control.
-Buenos días.
Corro hasta él y le abrazo por detrás, apartándole de las botellas y los recuerdos amargos.
-¿Has dormido bien? –pregunto -. Yo a pierna suelta.
Él me sonríe con cariño, correspondiendo mi abrazo.
-He dormido bien, sí…
-Quiero huevos.
Enseño todos los dientes, en una de esas muecas tontas y graciosas que hacen los muñecos de la tele.
-¿Huevos? No hay… -responde.
-Vaya… -me desinflo.
-Bueno, sólo tengo dos… ¿los quieres?
-No…
Le miro. Se está mofando. Dos huevos… Le doy un golpe y ambos reímos. Menudo tonto…
-¿Hoy vamos a salir?
-¿Quieres dar una vuelta? Que te enseñe la ciudad –pregunta él.
-Me gustaría… tanto tiempo encerrada… y no es que no me guste ver la tele contigo.
-Pues venga… Desayunamos y salimos a dar una vuelta. Te voy a poner dos tostadas, necesitas fuerzas para andurrear –dice buscando el pan y la tostadora.
Parece animado. Quizá, al final, sí podremos ser felices así.
-¡¡Vale!! –grito saliendo al salón y dando vueltas sobre mis talones.
El mundo gira, gira y gira. Mario está conmigo. Me va a enseñar la ciudad y voy a comer tostadas. ¿Puede haber algo mejor? Y entonces paro de golpe. Hay un problema. Algo que había olvidado.
-Oye… ¿y qué me pongo ahora? –pregunto.