Fragmento #95 - La cajera loca en el manicomio

Desde la ventana del salón común, observo el jardín que rodea el sanatorio. A lo lejos, puedo contemplar las urbanizaciones. Estamos en las afueras de la ciudad, lejos de núcleos demasiado grandes. Por lo visto, todo el hospital y sus pacientes fueron trasladados por las quejas continuas de los vecinos del municipio donde antes se emplazaba el edificio.
-Astrid, iré a ver si nos dejan salir al jardín interior. Sé que no es lo mismo, pero podrás ver el cielo sin cristal por medio, ¿te apetece?
Amako se levanta y, acariciándome con cariño el rostro, se aleja con sus divertidos pasos que casi parecen saltitos.
Es curioso como ese nombre ha quedado grabado en mi mente. Cuando hablamos, siempre la llamo Casandra, pero cuando pienso en ella…
Entonces Amako sale por la puerta y, allí, en el umbral, hay una figura que me perturba. Sí, no hay duda de que es ella, esa mujer…, pero ¿qué hace aquí? Tiene que ser producto de mi mente, otro de esos espejismos que tratan de empujarme para que me abandone, pero no lo haré, no dejaré que me controlen. Cuando ella me mira, yo me giro. Vuelvo a la ventana, a la realidad que hay al otro lado.
Ella se sienta en la silla aún caliente que Amako ha dejado libre. Me mira. Espera a que hable, a que diga algo, pero si lo hago estaré afirmando que está ahí.
-Bonito día, ¿eh? –suelta entonces, tan tranquila, como si intentara romper el hielo.
-No eres real, así que no intentes ser amable, di lo que tengas que decir y desaparece –susurro sin girarme para que nadie me vea hablando con el vacío.
Ella chasquea los dados.
-Si no fuera real…, ¿por qué no he desaparecido?
Se hace la graciosa. Sólo me falta esto. Pensaba que al fin podía dominarlo, pero ahora me salen humoristas.
-Eres de los pesados. Dime, si eres real, ¿por qué no estás en caja? –le pregunto, pero su respuesta no es la que me esperaba, es como si le hubiera roto los esquemas, como si no entendiera de qué hablo.
-No soy el señor Potato, no vengo metida en una caja.
Ahora sí la miro. Si pudiera descifrar qué hay tras esa mirada, qué narices quiere. Decido probar, ver qué ocurre.
-Deberías estar en Sevilla, cobrando cartones de leche y ligando con quien no debes, ¿no crees?
Su rostro pierde el color y después se enciende de golpe.
-¿Cómo dices?
Es real. Miro sus manos, tiemblan. Sus ojos me estudian nerviosos, me escrutan. La he fastidiado, me he comportado como una chiflada ante un ser real. Pero eso no explica que hace la loca del súper en Barcelona, visitándome en el psiquiátrico.
-No eres uno de ellos, ¿eh? Lo siento, sólo pensaba que venías a molestar –me disculpo.
Quizá viendo que estoy mal de la cabeza se vaya por donde ha venido.
-¿Quiénes son ellos?
Pues no. No se va a ir.
Trato de averiguar, saber por qué ha venido, qué quiere de mi, pero ella sólo sale con más preguntas y evita las mías. Parece otro bata blanca. Le menciono a Mario, estudio sus reacciones, pero no parece conocer su nombre, está obsesionada con “ellos”, con ese grupo de seres imaginarios con los que la he confundido.
Divertida y un poco cansada, decido hacer una pregunta neutra.
-¿Cómo te llamas?
-Diana –responde.
Me tiende la mano en señal de tregua. Yo la envuelvo con las mías y me acerco suavemente a ella. Este tira y afloja no nos lleva a ningún lado, y estoy harta de no saber por qué siempre me pasan cosas raras.
-Mira, Diana. Yo te conozco –le explico-. Te vi en Sevilla, en un supermercado, observando a Mario –hablo bajito, sin perder el punto fijo de sus pupilas-. No sé por qué le mirabas, quizá te gustaba, o quizá haya algo más detrás. Pero esa es la historia que nos une, nada más. Así que si quieres que hable, dime qué haces aquí, porque cada vez me recuerdas más a un matasanos.
-Yo no puedo extender recetas. No soy una matasanos. Estoy aquí para conocerte.
Me responde con sensiblerías. Quiere que la vea como a una amiga, una igual.
-¿Y para qué quieres conocerme? ¿Acaso no te pasan cosas interesantes? ¿Tienes que rebuscar en la vida del resto?
Le suelto la mano. Sin duda tiene que ver con el hospital.
-Tranquila… -dice Diana inquieta.
-Pero bueno, ¿qué piensas? ¿Qué te voy a morder? –respondo ofendida.
-Dímelo tú. ¿Quieres morderme?
-No. Ahora mismo no estoy de humor.
Ella sigue esperando. Quiere algo, no se ira si no le doy algo. Amako entra por la puerta del fondo y me ve junto a Diana. Sonríe y se acerca en silencio.
-Mario me contó que le mirabas fijamente, como si vieras la aparición de un fantasma. Me pregunto qué harías si realmente vieras un fantasma.
Cojo sus manos y me pego a ella imposibilitando que se mueva del sitio.
-¿Querrías ver uno? –le pregunto sonriendo.
-Claro –responde.
Quiere parecer dura. Se convence a sí misma de que no verá nada, de que estoy loca, pero el miedo que hace temblar su labio inferior la delata.
Amako se acerca a Diana, pero no está sola. Antes de que llegue puedo ver a sus monstruos encaramarse a los hombros de Diana, mirarme a través de la suave cortina de sus cabellos.
-Sólo tienes que girarte. Ahí le tienes.
Ella se gira y retrocede al ver los oscuros ojos de Amako a un palmo de su cara.
-Tranquila mujer –le dice entonces Amako poniendo su mano fina y huesuda sobre su espalda-. Los fantasmas no existen, ¿no ves que estamos todos locos?
Me levanto y observo su rostro desencajado. Dudo que ella sepa la cara que tiene ahora mismo.
-Encantada de conocerte Diana, espero que en nuestra próxima charla me digas de qué conoces a Mario.
Le doy un beso en la mejilla. Siento haberla asustado. Siento que haya visto más de lo debido.
-Creo que su reacción no ha sido por ti –le susurro al oído a Amako mientras salimos del salón común.
-Entonces tiene un problema –contesta riendo.

[Fragmento enlazado con el nº98 de Diana]