Fragmento #89 - Autostop

Hacer autostop es un ejercicio de fe. Tengo frío. Estoy cansado, a pesar de haber dormido como un rey en el saco de dormir que llevo a la espalda. Espero, al menos, que no empiece a llover. Lo único que me falta es coger un resfriado. Aquí, en medio de ninguna parte, y enfermo, con la mirada llena de este asfalto. No es que no pasen coches, no. Es que nadie se detiene. Ése es el verdadero problema.
Camino un poco a lo largo de la carretera y miro el cielo. Efectivamente, gris sucio. Gris feo, complicado, contemporáneo. Va a llover. El cielo podría romperse en cualquier momento. De pronto, un ruido me deja sordo. Acaba de pasar por mi lado un camión enorme, un mastodonte a cuatro ruedas.
Me siento sobre la mochila y descanso la mirada en la carrera por coger sitio para el puente. Mira que he cogido un día profílico, y todos los coches son jóvenes papás que no pueden permitirse recoger a un universitario. Aunque, técnicamente, ya no soy universitario. Creo que no soy nada.
Desde Tarragona no paro de ver las cosas. Es decir, de fijarme verdaderamente en las cosas. Veo, por ejemplo, un pájaro sobre el quitamiedos, y quisiera parpadear para quedármelo. Veo la estela de las cosas, veo movimiento quieto. Creo que me gusta la fotografía más de lo que pensaba. Creo... Anoto en una libreta "la línea de los frágiles, la carretera". Y es, justo entonces, cuando empieza a llover.
No hay árboles por aquí. No tengo dónde refugiarme. Sigo andando, y es a los quince minutos cuando frente a mí se para un coche de la guardia civil.
- ¿A dónde vas, chaval?
- A Madrid.
El tipo que me ha preguntado mira a su compañero, que asiente. No, si para una vez que no tengo nada que perder frente a los picolos, voy a tener suerte.
- Sube.