Fragmento #84 - Cita con Michelle

No sé cuánto tiempo llevaba esperando este momento. Y no lo sé porque, definitivamente, lo he olvidado. No recuerdo nada, pero nada. Llevo cinco minutos en la esquina que hemos acordado y es como si bailara sobre una hoguera. No soy consciente de nada, y he perdido el control sobre mi misma respiración. ¡Tranquilo! Un cigarrito me ayudará a llevar la situación.
Hace algo de frío y, realmente, no se ve nada aquí. Está todo bastante oscuro, aunque hemos quedado en una zona buena de París. Tanto Mercedes por aquí, pero de arreglar el alumbrado público pasamos. Un par de señoras me miran como si fuera un vagabundo. Otra, como si fuera a violarla. A otra la miro yo, porque pasea al perro tras ponerle pulseras en las patas. ¡Pulseras! Nunca entenderé a la alta alcurnia, o como quiera llamarse ahora. Alguien me llama por detrás.
- Alló... ¡David!
Abrazo a Michelle. Vuelvo a caer en ese olor suyo a chaqueta morada, a púrpura. Ella me aprieta bastante y me revuelve el pelo. Luego me separa, me mira de arriba a abajo y me planta un par de besos en las mejillas. Lo que son, pero lo que son las cosas. Si bailaba sobre una hoguera, Pompeya, bajo tierra, acaba de desaparecer.
- Michelle, ¿cómo estás? ¿cómo estás?
Soy un idiota, sí. Soy un buen idiota. Menos mal que no entiende ni papa de castellano.
- Bien, muy bien - chapurrea, de pronto -. ¿Y tú?
Dios. Le ha dado tiempo de estudiar. Ahora me siento el doble de idiota. Empezamos a pasear sin mucho sentido, hasta llegar al Sena. Como cada vez hace más frío, me sugiere que nos metamos en el primer bar que encontremos.

Hablamos de temas banales, de tonterías. Ella habla como puede, en un castellano muy próximo al juego y el recreo: intuyendo, entreviendo, a punto de caer en el desconcierto o en la revelación. Se divierte mucho hablando conmigo en una lengua nueva. Y yo me divierto, también. Bebemos cerveza con gotitas de licores que no conozco pero que ella me recomienda. En un momento dado, por accidente, le rozo la mano.

Cuando se hace tarde y una muchacha del bar nos indica que van a ir cerrando, nos cubrimos y volvemos a la calle y paseamos. Llegamos hasta la madrugada profunda y volvemos, irremediablemente, al Sena.
Me da miedo que se despida y se vaya. Me da miedo que se acabe todo, que su presencia se rompa como un palacio de arena.
- Bueno, David. Es tarde.
- He venido a París por ti.
Así, de sopetón. Me mira extrañada, no sé si me ha entendido.
- Vine por ti.
- Sí. Sí, entiendo.
Sólo asiente. Me mira. Parece que busca palabras para explicar o justificar algo. Entonces me decido: rodeados de la penumbra que se dibuja como lluvia en París, me adelanto, hago equilibrios sobre un pie, me acerco a ella y pruebo su sabor a nuevo continente.