Fragmento #1 - La relevancia del todo cuando se pierde

No se le puede pedir a un recién nacido que valore lo que tiene. Algunos lo verán obvio porque, a fin de cuentas, ¿qué puede tener un bebé? ¿Una casa con ático y porche? ¿Un mercedes descapotable?... Demás está decir que la respuesta a está cuestión tan pueril, en ambos sentidos, es negativa. ¿Qué tiene un bebé? Todo y nada.

El recién nacido no podría vivir lo que yo estoy viviendo ahora. Mi abuela, tras varios días de padecimiento, hoy agoniza en la otra estancia que separa la puerta.

Una mezcla de culpa, impotencia y resignación me invaden el cuerpo. Quedan horas, quizás minutos antes de que exhale su último aliento y estoy sentado, solo, en una silla anónima de la antesala. Esperando lo peor. Esperando a ver, con mis propios ojos, cómo se va la única familia y amiga que he tenido nunca. Y tristemente solo puedo pedir porque sea rápido. Que no haya dolor.

El médico sale de la habitación. Su semblante lo dice todo.
- Me temo que...
Lo callo con un gesto. Quiero ahorrarle el mal rato.
- ¿Puedo entrar?
- De hecho, tu abuela quiere verte. - Me encamino a la puerta, dejo posar con pesadez, la mano sobre el pomo. - Esperaré fuera.

Entro. Parece que hay algo en el ambiente que predice lo que va a pasar. Es un ambiente de muerte, más que eso, de puro pesar. ¿Acaso la muerte puede sentir pena por sus víctimas? No, no creo que a la muerte le importe.
- ¡Bel! - Me saluda con voz temblorosa debido al dolor, mientras dibuja en su arrugado semblante una sonrisa. Una sonrisa que parece eliminar cualquier dolor, cualquier mal. - ¿Cómo estás, mi niño?
Dicen que en lo peor hay que mantener la esperanza, animar al condenado. ¿Cómo animar cuando el condenado es la persona que ha hecho las veces de padre, de madre, de hermano mayor...? ¿Cómo animar cuando el condenado es tu única familia? Pero, esbozas una sonrisa, intentas contener las lágrimas y te surge una voz suave, como si intentaras tranquilizarla.
- Estoy bien, abuela. Con el susto en el cuerpo, pero bien.
- ¡Ay! Esta vieja chocha solo sabe dar problemas, ¿verdad?
- No, no quería decir eso.
- Lo sé, mi niño, tranquilo. Solo bromeaba.

El silencio habla en la estancia. Ella mira al techo y suspira. Y yo solo puedo mirarla a ella. Intento desviar la situación, hablar de algo nimio para que ella me siga y así evitar que piense en lo que viene.
- Parece que has hechos buenas migas con el médico.
- Bel, voy a morir.
Intentes lo que intentes es inútil. Sus palabras se me clavan con un puñal frío en mi corazón. Ya no puedo contener las lágrimas... Aún así, como a un soldado al que han desarmado, sigo intentando distraerla.
- ¿Qué dices? Voy a pensar que eres una vieja chocha de verdad. - Le regalo una sonrisa. - El médico dice que estarás bien y nos iremos a la playa a tomar el sol, a buscarte un novio negro y fuerte; y a comer gambas en uno de esos chinguitos que tanto te gustan. - Bromeo sin ganas.
- Bel... Bel, tesoro, sé que voy a morirme. Solo me preocupas tú. ¿Qué va a ser de ti?
- Abuela, aquí lo importante eres tú.
- ¿Y la de cosas que me voy a perder? Siento hacerte esto.
- No hables así o me enfadaré.
Ella sonríe. Le acaricio sus finos cabellos plateados.
- ¿Te encuentras bien, abuela?
Ella asiente. Llora.
La abrazo.
Ella me pide que la coja de la mano.
Y yo lo hago.

Como antes, se queda mirando al techo. Debe de ver algo que la emociona. Dirijo la vista a dónde ella mira, pero yo solo veo ese techo blanco. Ella parece que ve más allá.
- Gracias, Bel. Lo siento. Cuídate, mi ángel.
Y sus ojos dejaron de ver. Su corazón dejó de bombear vida.

Solo queda un pitido que se niega a morir.